Existe un acuerdo generalizado sobre la gravedad de nuestra coyuntura: Argentina atraviesa un momento de dificultad extrema en el que las mayorías vemos complicadas las condiciones materiales de nuestra vida cotidiana, situación que amenaza con empeorar estrepitosamente si los desajustes macroeconómicos no llegan a solucionarse. Ahora bien, lo que debería llamar nuestra atención es que ese acuerdo también parece abarcar las acciones que habría que ejecutar para revertir este escenario. La implementación de medidas que lleven certezas a los inversores y tranquilidad a los mercados financieros, la disminución del gasto público o la reducción del déficit fiscal parecen contar con un amplio consenso tanto entre los representantes como entre los representados. Sin embargo, el registro histórico de lo que ocurrió cada vez que este país transitó el camino del ajuste obliga a hacer un alto para intentar una reflexión en medio de la urgencia.

Sabemos que los desbalances macroeconómicos empujan a grandes porcentajes de la población hacia la pobreza y la indigencia. Pero sabemos también que los ajustes ortodoxos producen resultados aún peores, pues profundizan la disgregación del tejido social de un modo irreversible. Si la única cura en la que podemos pensar es todavía peor que la enfermedad, ¿no deberíamos detenernos a revisar la forma en la que esta problemática aparece planteada? ¿Son unívocos los criterios que pueden aplicarse para ordenar las variables macroeconómicas? ¿Por qué descartamos alternativas a la hora de buscar salidas de este laberinto?

“De todas las formas de «persuasión clandestina», la más implacable es la que se ejerce simplemente por el orden de las cosas”, afirmaba Pierre Bourdieu. Para poner en cuestión nuestra posición frente a este “orden de las cosas” al que parecemos habernos acostumbrado, será fundamental recuperar tres vectores que hacen a la dimensión política de nuestras vidas: la ideología, la imaginación y la voluntad.

La ideología expresa una visión particular del mundo en el que vivimos y una proyección igualmente particular del mundo en el que querríamos vivir. Esto no quiere decir que las visiones ideológicas consideren al mundo sólo de manera parcial, renunciando a pensar en lo universal. Quiere decir que la universalidad es entendida desde una cierta perspectiva, la cual se afirma a sí misma como valiosa. Indefectiblemente, cualquier perspectiva establecerá tensiones, pugnas y antagonismos con otras perspectivas igualmente ideológicas, motorizando de ese modo las dinámicas socio-políticas que hacen a nuestra existencia en común.

Desde hace ya varias décadas, circulan entre nosotros discursos que anuncian el supuesto “fin de las ideologías” y postulan el advenimiento de un pragmatismo tecnocrático que se jacta de ser tan neutral como indefectible. Para esta tendencia, las ideologías configuran retóricas de distracción que sólo consiguen obstaculizar el tratamiento de los problemas concretos. Por suerte, ni la historia ha terminado ni las ideologías se han extinguido. Pero las impugnaciones impulsadas por las tendencias tecnocráticas parecen haber atrofiado nuestra imaginación. Así lo destaca Mark Fisher en una frase que bien podría convertirse en remera: “es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo”. No es menester aquí abogar por el fin del modo de producción capitalista, cuestión que no puede ser tratada de manera frívola y que excede por mucho los límites de esta columna. Pero recuperar esta frase permite llamar la atención sobre el debilitamiento del ejercicio de la crítica, el cual tiene por consecuencia la dócil y resignada aceptación de aquello que se presenta como natural e indefectible siendo en realidad artificial y contingente.

La impugnación de las ideologías disminuye nuestra capacidad de imaginar mundos distintos y de gestar nuevos caminos por recorrer. La demonización de la ideología colonizó nuestra imaginación. Una imaginación colonizada, una imaginación que acepta límites, es una imaginación muerta. Y la muerte de la imaginación supone el más contundente triunfo de aquella “persuasión clandestina” del “orden de las cosas” sobre la que nos advertía Bourdieu.

Pero la reactivación de las ideologías y de la imaginación no alcanzarán a plasmar transformaciones efectivas si no son acompañadas por una afirmación de la voluntad. No se trata aquí de aquella “voluntad” con minúscula que remite a un decisionismo individual que no aspira a colectivizarse. Antes bien, se trata de esa voluntad mayúscula y general que surge cuando estallan las burbujas del individualismo, cuando los cuerpos y las voces se encuentran en la calle, cuando la organización y la ­movilización tensionan la lógica descendente de la representación política.

Tras estas consideraciones, retornemos a la cuestión del ajuste. Las condiciones macroeconómicas marcan una relación no directa pero relativamente proporcional entre la inflación y el déficit fiscal. La reducción de dicho déficit podría lograrse recortando el gasto público. Pero también podría conseguirse aumentando la recaudación –lo obvio muchas veces se obvia–. Entonces, ¿hay una única manera de evitar que el actual descalabro termine en tragedia? ¿Es indefectible el mentado ajuste? Si así lo fuera, ¿hay una única forma de ajustar? ¿Debería ser el llamado “gasto social” la primera variable de ajuste? ¿Quiénes deberían cargar en primera instancia con el costo del ajuste? Este último interrogante debe ir acompañado de otros que apunten a elucidar cuáles son los sectores que han concentrado los mayores beneficios durante el último año y medio, tanto como consecuencia de los avatares geopolíticos como a causa de las medidas que el gobierno tomó o que evitó tomar. Sólo de ese modo se podrá intervenir en la redistribución del crecimiento económico post-pandémico y morigerar, aunque más no fuera levemente, el grado de concentración del capital, problema de primer orden que debe atender cualquier sociedad que pretenda desarrollarse de manera equitativa.

¿Son ideológicas estas propuestas? Por supuesto que sí. Y sin pretender ninguna originalidad, vale su explicitación en pos de intentar un camino que nos lleve desde la realidad que tenemos hacia una realidad diferente.

Hace ya algunos años, entre 2018 y 2019, algunos creímos que era momento de bajar la voz, de disminuir las estridencias. La tan mentada grieta había dejado de ser la expresión de una contraposición ideológica para convertirse en un enfrentamiento intestino que, lejos de alimentar un crecimiento por contraposición, amenazaba con disgregar lazos y con obturar la conformación de lo común. El éxito de la estrategia electoral del Frente de Todos, designando un candidato presidencial moderado, pareció darle la razón a esa idea.

Hoy, cuando la urgencia social ha rebasado todas las grietas, cuando el grado de desprotección de las infancias alcanza niveles inéditos, cuando la alimentación de las mayorías se ha convertido en una preocupación primordial, se vuelve indispensable levantar la voz y hacer oír el reclamo con una voluntad ideologizada que impulse otro ejercicio de la imaginación política. Si esto no sucede, si no conseguimos superar el estado de inercia en el que parecemos estar sumidos, el ajuste se llevará consigo –como canta Serrat– “cosas que no tienen repuesto”.