En varias declaraciones públicas, el Presidente Milei ha afirmado que busca dar una “batalla cultural”, incluso, ese era su gran objetivo al decidirse “entrar a la política”. ¿Qué tipo de batalla es ésta? Sin dudas, aquí el término “cultural” no alude a ese uso por el cual antes se decía que una persona era “culta” cuando conocía de literatura, artes plásticas, etc. Se trata, más bien, de una utilización próxima a la de la antropología social, cuando indaga el modo en que distintos grupos (o individuos), en sus prácticas cotidianas, le dan un sentido específico a esa misma cotidianeidad, a las distintas cosas que les pasan, así como a las relaciones que mantienen. Ese conjunto de sentidos es lo que se entiende por “cultura”, a través de la cual esas cosas son situadas en un cierto lugar, cerca de unas y lejos o, incluso, en oposición a otras. Así, cuando en el menú de un restaurante leemos “queso y dulce”, tomamos a ese queso como un postre, esto es, una comida que se ubica dentro del conjunto de los postres y, por tanto, cerca de la “ensalada de frutas”; mientras que cuando en ese menú leemos “tabla de quesos”, este queso tiene, para nosotros, el sentido de algo para picar e, incluso, para comer antes del plato principal –y no después, como el postre–. Y aun cuando, en los dos casos, no se trate del mismo tipo de queso, no cabría decir que hay un queso que sea “en sí” postre, es decir, que le sea una propiedad intrínseca, anterior a que nosotros le demos ese sentido (de postre).

A través de la cultura, entonces, le damos sentido a esa cosa a la que llamamos “queso”, a la vez que producimos un cierto orden, que puede expresarse bajo la forma de una clasificación (los postres son una clase de comida distinta a las picadas). Esta clasificación la ponen en práctica los individuos en su vida cotidiana, pero ella no es individual, tal como lo demuestra el que sea habitual que los menús de restaurante diferencien entre “postres” y “picadas”. No es la decisión de un restaurante, sino un rasgo compartido socialmente por el grupo, al punto de formatear nuestras expectativas. Por eso esperamos encontrar los platos ordenados por clases de comida (postres, pastas, etc.) y no, por ejemplo, alfabéticamente. Más aún, ese menú nos parecería mal hecho, contrario al buen sentido común –al sentido comúnmente dado a las cosas por nuestro grupo–, lo cual indica que es en relación a esa clasificación que establecemos lo que nos parece que está bien o mal. Por lo que ese “estar mal” tampoco es un “en sí”, sino el producto del específico sentido que le damos a las cosas, al menú que ordena las comidas de un restaurante, pero también a las políticas que procuran ordenar nuestra vida cotidiana.

En resumen, la batalla cultural es una lucha por establecer cuál es la clasificación que ponemos en juego, cuál el sentido (de aceptación o rechazo, por ejemplo) que le damos a una cosa. Sentido que no es una propiedad “en sí” de esa cosa. Y si se trata de una batalla es porque se dirige contra algo, contra las clasificaciones hoy preponderantes, a las que busca vencer. Por eso resulta importante contar con una caracterización del presente, que permita determinar cuál es el estado actual del terreno sobre el que se desarrolla esa batalla. En este punto, propongo una tesis: en la Argentina (como en muchos de los países occidentales) ha tenido lugar una creciente aceptación del lugar dado a la individualidad, a aquello propio del individuo que lo separa o diferencia del colectivo más amplio del que forman parte. En no pocas ocasiones, lograr expresar esa individualidad ha requerido ir contra las clasificaciones preponderantes, es decir, llevar adelante una batalla cultural.

Este proceso genera dos tipos de consecuencias, a las que resulta necesario diferenciar: por un lado, en el plano socio-identitario, se ha producido una ampliación de los márgenes de libertad frente a aquellas lógicas de dominación que rechazaban la expresión pública de rasgos específicos de esa individualidad, pues eran clasificados como inaceptables. En las cuestiones de género es donde más claramente se manifiesta la creciente aceptación de la expresión de las diferencias identitarias. Basta pensar que para la generación de mis abuelos (nacidos en torno al año 1920) que dos personas del mismo género mantuviesen una relación de pareja era algo antinatural y, como tal, inaceptable, prácticamente un sinsentido, situado por fuera de la clasificación e incluso de lo clasificable, como intentar ubicar una “silla” entre los platos ordenados en el menú del restaurante. En cambio hoy, dos generaciones después, es una relación clasificable como un “matrimonio”, no sólo aceptable, sino reconocida públicamente (legalmente). Por supuesto, esto no quiere decir que ya no haya manifestaciones de homofobia, ni que esa aceptación sea igual entre todos los grupos sociales, pero aun cuando quede terreno por conquistar, se ha avanzado en la desarticulación de relaciones de dominación que censuraban la expresión de esta individualidad identitaria.

Por el otro lado, en el plano socio-económico ha ganado fuerza el sentido según el cual el individuo conquista su bienestar sólo, en un “a mí nadie me regaló nada” y que hasta se enorgullece de la ausencia de relación con el colectivo, si no es que directamente se dirige contra él. Se puede hablar de un individuo libre del colectivo, si usamos “libre” como cuando decimos que una bebida es “libre de azúcar”, es decir, para señalar la ausencia de algo. Es aquí que se inscribe la batalla cultural del Presidente Milei, quien busca radicalizar al extremo este particular modo de darle sentido a las cosas. Por eso no es casual que él llame “colectivismo” al enemigo cultural al que apunta a exterminar. Ya sea que ese colectivo fuera el producto de una autorganización de un grupo de vecinos, que fundan un club cultural y deportivo, generando una institución que es una “aberración” para el Presidente Milei –es como encontrarse una silla en el menú–, por lo que hay que hacer que dejen de existir, transformarlas en sociedades anónimas, en las que cada quien esté allí como un individuo sólo –y no uno en relación con el colectivo–, que participa únicamente porque para él es un buen negocio. O bien, sea que ese colectivo fuera el producto de la autorganización de un conjunto de trabajadores que forman un sindicato, el cual, aún con todos sus defectos y desviaciones, no deja de ser una expresión de la autorganización de los trabajadores en pos de defender sus intereses individuales, pero que no son defendidos individualmente, sino por medio de ese colectivo. Y, para esta manera individualizante de darle sentido a las cosas, sobre todo hay que eliminar a esa suerte de colectivo de colectivos que es el Estado, cuya presencia en la vida social debe ser abolida (rasgo anarquista), en favor del mercado (rasgo capitalista).

El caso de los clubes culturales y deportivos quizás sea aquél en el que menos ha conseguido avanzar esta cultura individualizante en el plano socio-económico. Mientras que, con mucho, es en relación al Estado donde más profundamente ha calado, formateando la manera en que le damos sentidos a las cosas que (nos) pasan. Esto último se evidencia, con particular profundidad, en la manera en que llamamos al dinero que el Estado destina para el pago de políticas educativas o de salud, o para el envío de comida a comedores comunitarios, pues lo habitual es clasificarlo como “gasto social”, es decir, se le da un sentido fundamentalmente económico y, dentro de éste, se lo considera un dinero que no va a generar una ganancia futura, que es un simple “gasto”. Por eso, si “no hay plata”, ¿cómo no comenzar por recortar los gastos, aún cuando ellos sean “sociales”? Frente a esto, algunos sectores autopercibidos como “progresistas” procuran discutir tal denominación –es decir, dar una batalla por el sentido–, afirmando que no es un gasto sino una “inversión” social, porque destinar dinero a la educación, por ejemplo, es apostar por el futuro de la Argentina, pues ningún país crece (económicamente, se sobrentiende) sin educación. Todo lo cual es correcto, a la vez que no deja de poner en juego un criterio clasificatorio económico, lo cual es también avalar que ese sea el criterio en base al cual discutir si cabe aceptar o rechazar esa política y, en última instancia, evaluar al funcionamiento del Estado como un todo.

Una batalla cultural podría abandonar ese sentido económico para, en cambio, simplemente afirmar que la comida, la salud y la educación son derechos (que la democracia busca cumplir, según la famosa frase del Presidente Alfonsín) y que la función del Estado es garantizar su cumplimiento para el colectivo de la ciudadanía. Poner en juego este último criterio clasificatorio lleva a evaluar esas políticas no por su resultado económico (sea gasto o inversión), sino por sus resultados en términos de acceso de la ciudadanía a sus derechos, aquí y ahora. Pues si esos derechos no se cumplen entonces no hay democracia, mientras que sí puede haberla con un Estado con déficit fiscal.

Lo anterior brinda un diagnóstico de la situación actual de la batalla cultural, base sobre la cual delinear los desafíos que ella nos plantea. El creciente lugar dado a la individualidad ha generado una desarticulación de las lógicas de dominación que censuraban identidades (consideradas) minoritarias y, al mismo tiempo, un rechazo a que lo colectivo medie en nuestras relaciones socio-económicas. Esto último instala clasificaciones individualizantes, por las que no sólo a mí sino que a nadie hay que “regalarle nada”, como si garantizar el acceso de toda la población a la comida fuera un “regalo” –en lugar de la cumplimentación de un derecho– en el que el Estado “gasta” el dinero de todos. El discurso del presidente Milei retoma esta manera de dar sentido, para radicalizarla al extremo, es decir, no es un discurso “nuevo”, lo novedoso está en su extremismo. Hablar de un “voucher” para la educación no es más que una manifestación extrema de la clasificación que hace de ella una “inversión social”. En este escenario, el desafío que se abre para aquellos que apuesten por la democracia es generar clasificaciones nuevas, que permitan instaurar el sentido de que la vida en sociedad es más que una variable económica, que el Estado no está para gastar o invertir, sino para cumplir derechos, que hay más horizontes que aceptar la dependencia en el trabajo. El desafío es, entonces, dar nuestra batalla cultural sin jugar siempre de visitantes, sin reproducir como válidos los criterios clasificatorios que el otro bando ya ha logrado instalar.